Se cumplen 150 años del primer "tour" turistico organizado de la historia en Los Alpes, el numero de viajeros superó en 2012 los mil millones. Podría recurrirse al tópico, pero sería faltar a la verdad. Y la verdad
es que el discreto grupo que una grisácea mañana del fin de semana
pasado se apeó del pintoresco trenecito de cremallera que trepa al monte
Rigi desde Vitznau, a orillas del lago de Lucerna, no dio como para
comenzar el reportaje con “las hordas de turistas invadieron la cumbre
alpina”. Y eso que aquí fue donde empezó todo. Un verano de hace 150
años, los siete participantes del que se considera el primer viaje
organizado de la historia contemplaron el legendario amanecer de este
lugar de Suiza a 1.797 metros de altitud, destino final de su aventura.
Aquella inspiración (de aire puro) se considera el nacimiento del
turismo moderno. Desplazarse sin mayor intención que la de matar el
tiempo libre resultaba todo un exotismo en 1863. La actividad se
considera hoy en los países desarrollados poco menos que un derecho
fundamental que ejercieron en 2012 por primera vez en la historia más de
mil millones de personas, según datos de la Organización Mundial de
Turismo (OMT).
Aquellos pioneros, cuatro mujeres y tres hombres, viajaron de la mano
del visionario operador turístico Thomas Cook. Hablamos de la persona,
no de la célebre compañía multinacional homónima en que se convertiría
la empresita de excursiones fundada por Cook en 1841. Un mastodonte que
en 2013 cotiza en la Bolsa londinense, posee 97 aviones y emplea a casi
33.000 trabajadores. Los siete partieron de Londres el 26 de junio de
1863 junto a otros 123 viajeros. En tren, barco, diligencia, mula o a
pie atravesaron Francia, vadearon lagos y sortearon cordilleras suizas
hasta llegar el 8 de julio al monte Rigi. Por el camino (París, el Mont
Blanc o Ginebra) cayeron del cartel la mayoría de sus compañeros,
incluido Cook, que debió regresar a atender sus negocios en Londres.
Conquistaron a pie la última cumbre desde la cercana y encantadora
localidad de Weggis, donde a orillas del lago una placa recuerda que
Mark Twain pasó por aquí. En 1863 aún faltaban ocho años para la
inauguración de la línea Vitznau-Rigi Kulm, cubierta por el primer tren
de montaña de Europa, patente del suizo Niklaus Riggenbach. En la mañana
que sucedió a su llegada, el grupo madrugó para contemplar rodeado,
ellos sí, por “un ejército de turistas”, el ascenso del sol, que para
eso habían venido atraídos por unas vistas que ya glosaron Felix
Mendelssohn o Victor Hugo. “La vastedad del panorama era poderosa y
sublime”, anotó Jemima Morrell. “En silencio contemplamos el cinturón
dentado de las cumbres mientras despertaba el día sobre las 300 millas
de montes, valles, lagos y pueblos que abarcaba nuestra vista”. La joven
Morrell levantó acta de aquel viaje en las páginas de un diario que
permanecería inédito hasta que fue rescatado de entre las ruinas de una
casa víctima de las bombas durante el asedio de la aviación alemana a
Londres en la II<TH>Guerra Mundial.
El descubrimiento del texto, publicado por primera vez en 1963 para
conmemorar el centenario de la aventura, dio a Diccon Bewes, periodista
inglés especializado en viajes y en las idiosincrasias suizas, la idea
de escribir
Slow train to Switzerland, libro en el que el autor
reproduce día por día el pionero periplo. “La diferencia es que por
suerte yo no vestía uno de aquellos engorrosos trajes de mujer de la
época”, explica Bewes en conversación telefónica desde Berna, donde
reside desde hace ocho años. El resultado de sus pesquisas se editará en
octubre en inglés empujado por la inercia de la efeméride.
Bewes da por buena la teoría que sitúa en aquel verano de hace 150 años
el origen de asuntos tan contemporáneos como la dictadura de apariencia
democrática de las aerolíneas de bajo coste, esas pulseritas todo
incluido que causan furor en la península del Yucatán o el turismo
hooligan,
indeseada exportación de su país natal que al calor del estío arrasa
con sus modales etílicos las localidades costeras del Mediterráneo. “Lo
cual no deja de ser paradójico”, añade el reportero. “Cook,
fundamentalista abstemio y viejo predicador baptista, creó su compañía
para brindar a sus compatriotas una opción de tiempo libre alternativa a
la de la borrachera”.
La particular revolución de Cook, que fracasó en su empeño de cambiar
las costumbres de una nación de bebedores, consistió en ofrecer a
cambio de un chelín viajes en tren con comida incluida entre las
localidades inglesas de Leicester y Loughborough, visitas a la
Exposición Mundial de Londres de 1851 o tempranas incursiones en el
continente. Lo explica Paul Smith, guardián desde hace 17 años del
archivo histórico de la compañía, custodiado en el cuartel general de la
firma en Peterborough.
Con el hito del Rigi, Cook encapsuló en un formato asequible en tiempo y dinero la experiencia del
Grand Tour,
aquellos viajes iniciáticos en los que desde mediados del siglo XVII
unos cuantos elegidos podían demorarse durante meses o años. En otras
palabras: hizo posible que los profesionales surgidos con la Revolución
Industrial fueran, vieran y regresaran a casa antes del final de las
vacaciones laborales.
La ecuación (clases medias con tiempo limitado y
sed de aventuras) se ha mantenido invariable desde entonces. Al menos,
en lo fundamental. Establecida su definición en los años veinte por la
Sociedad de Naciones (“Turista es quien viaja al extranjero por más de
24 horas”) y matizada por la ONU en 1945 (“siempre que la estancia no
supere los seis meses”) llegaron los adjetivos. Y así, a medida que el
siglo XX se aproximaba a su fin, el turismo pudo ser de masas o
sostenible. Médico, ecológico, sexual y hasta creativo.
Olvidadas las glorias del pasado que dan sentido a la labor del
archivero Smith, Thomas Cook se enfrenta hoy al mismo entorno cambiante
que el resto de la industria tradicional: la posibilidad de que
cualquiera con una conexión a Internet sea su propio agente de viajes,
el descarnado escrutinio de las opiniones vertidas en portales como Trip
Advisor o la pujanza de servicios de hostelería de último cuño como
esos que ponen en contacto a aventureros de presupuesto limitado con
propietarios deseosos de sacar partido a aquella habitación de la casa
que languidecía en desuso.
Rafael Gallego Nadal, presidente de la Confederación Española de
Agencias de Viajes, explica que en los últimos cuatro años han cerrado
2.000 puntos de venta en España, “pero aún resisten más del doble de las
que había cuando se generalizó Internet, por lo que la Red no acabó con
el negocio, como vaticinaban muchos”. “Yo suelo decir que este es un
enfermo que goza de buena salud. Y la tendrá mejor si tendemos a la
especialización, si nos convertimos en sastres de los viajes y somos
capaces de dar al cliente lo que necesita”.
Tampoco la Suiza de entonces se parecía a la de ahora. Cuando la
señorita Morrell y los suyos la escogieron como destino, la
Confederación Helvética era un país pobre, eminentemente campesino,
donde los extranjeros padecían el asedio de la limosna. Resultaba, eso
también, el colmo del exotismo. Un poderoso imán para pintores y
escritores románticos como Mary Shelley, que empezó a escribir
Frankenstein
en 1817 en casa de Lord Byron a orillas del lago Leman, en la parte
francesa. Pero ni los trenes funcionaban aún con milimétrica precisión,
ni existía la poderosa industria de relojes, ni mucho menos la evasión
fiscal. “La generalización del turismo ayudó a forjar la moderna Suiza”,
sentencia Bewes.
En datos de 2011, la turística es la cuarta industria del país, por
detrás de la farmacéutica, la pesada y la manufactura de relojes, aunque
la fortaleza de su divisa y la debilidad macroeconómica generalizada no
ayuden mucho a su progreso últimamente. No hay demasiado de lo que
preocuparse: la dependencia de las cuentas suizas de las decisiones
vacacionales ajenas es menor que la de España, por ejemplo, donde los
datos sobre llegadas de extranjeros en julio han supuesto este verano lo
más parecido a una buena noticia económica, sobre todo en las
comunidades costeras, que han experimentado incrementos de visitantes de
hasta el 8,5% con respecto al mismo periodo de 2012.
La España que se equivocó al apostar todo a las falsas promesas del
ladrillo es aún la cuarta potencia mundial en recepción de viajeros, por
detrás de Francia, EE UU y China. Suiza, pese a que sigue siendo el
único país cuyo
souvenir estrella es una navaja multiuso capaz
de sacarte de un apuro, ocupa el puesto 19, según la OMT. Su presidente,
Taleb Rifai, ha declarado que 2013, tan convulso para destinos rivales
como Egipto y Turquía, podría ser el año en que España recobre el tercer
puesto de la lista, que el gigante asiático le arrebató en 2010. El
organismo que dirige ha vaticinado también que en 2030 habrá 1.800
millones de turistas corriendo por el mundo. Suena plausible: los
incrementos en las estadísticas manejadas por la OMT son exponenciales
desde mediados de los noventa, gracias a la generalización de la
aviación
low cost, y pese al paréntesis de pánico que impusieron los atentados del 11-S.
Ajeno a las tendencias y la contabilidad, se erige en lo alto de la
montaña Rigi el hotel del mismo nombre como otra prueba de cuánto han
cambiado las costumbres viajeras en estos 150 años. Hubo un tiempo en
que el negocio de los peregrinos a este paraíso de quietud daba para
mantener tres establecimientos, que sumaban casi un millar de camas.
Christina Käppeli, hija y nieta de hoteleros en la cumbre, propietaria
del único alojamiento que superó el examen del progreso, explica que la
plena ocupación de sus treinta y tantas habitaciones solo se roza en
temporada alta.
Lejos quedan, pues, los tiempos en los que este lugar era tan célebre
como para que Julio Camba, escéptico maestro pontevedrés de periodistas,
escribiera en su libro de 1916
Playas, ciudades y montañas
(Reino de Cordelia) que “en los hoteles suizos casi no le roban a uno, y
si por casualidad le roban, no le roban más que lo justo”. “Así, por
ejemplo, en el del Rigi Kulm le ponen a uno en cuenta el crepúsculo
matutino, que, según parece, es allí muy hermoso”.
Como es imposible saber qué tendría que decir Camba de esta época
vertiginosa en la que un clic es la medida de todas las cosas viajeras,
formularemos una pregunta a modo de conclusión: ¿cuántos de los que hoy
encontrarían sentido a emplear una mañana entera en tomar un barco desde
la cercana Lucerna y luego un tren de vértigo para llegar aquí
consideraría pasar la noche esperando al amanecer algo más que una
obscena pérdida de tiempo?
Fuente original: http://cultura.elpais.com/cultura/2013/08/31/actualidad/1377975393_397283.html
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